El politécnico de menores se encontraba de aniversario; en su escuela especial que atiende a eso jóvenes y adolescentes en situación irregular, se había organizado un acto de celebración, cuyo número de fondo quedó a cargo del curso de Gabriel, quién tomó la responsabilidad de actuar en el papel de príncipe en la obra de Oscar Wilde “El príncipe felíz”. Su virtud de captar amigos y su intensa trayectoria en el establecimiento, indujo a sus compañeros a proponerlo como el príncipe de la obra. Todo estaba preparado, desde el pedestal hasta su traje de seda, cubierto de joyas y otras fantasías. Se sucedieron los números preliminares, en el escenario, cerrado aún, había nerviosismo; se apagaron las luces del público que esperaba en silencio la representación de la afamada obra de Wilde. Lentamente el telón comenzó abrirse desde uno de sus costados, mosrando primero una curiosa fuente de agua en actividad, accionada desde el exterior por medio de mangueras ocultas a los ojos de los espectadores; ya en el centro, aparecía el pedestal y la imponente figura por todos esperada. Ahí estaba, en el centro del cuadro alegórico, un Gabriel convertido nada menos que en El Príncipe Felíz, aplaudido por su sola presencia; un Gabriel que en su rol de Príncipe, parecía no impresionarse por la acogida tan efusiva de su público; él, estaba ahí, de pie, inmóvil en su postura arrogante, con su mirada puesta en el vacío o quizá absorto en ese significativo rol de Príncipe Felíz. El, que no ha conocido en su escabrosa vida, lo que significa la palabra felicidad; él, que pasó su niñez en la calle y en el río, durmiendo debajo de los puentes, inhalando en las bolsas de neoprén, transformándose, día a día en un ente desquiciado; que nunca supo lo que para un niño significaba el beso de una madre…
Un sostenido silencio invadió el teatro; el príncipe permanecía inmóvil y los ojos de mirada profunda y distante en una humedad de lágrimas reprimidas estaban a punto de estallar. De pronto, una pequeña bailarina hacía su aparición, llenando el escenario con su baile, vestida de golondrina, mientras se oía en “of” un melodioso coro de voces en la canción “La golondrina”. La avecilla se posó al pie de la estatua con evidentes señas de un frío irresistible. El príncipe rompió el silencio y dirigiéndose a la pequeña, con voz segura y profunda, le habló así: “Golondrina, golondrinita, allá en la población donde nací hay muchos pobres, hay padres que regalan sus hijos porque no tienen con que alimentarlos; quiero pedirte que subas hasta mí, verás que estoy cubierto de joyas valiosas, arráncalas de mi traje y llévaselas; si fuera necesario, llévales mis ojos; también…Mi corazón”.
El telón cerró repentinamente; las luces de la platea se encendieron. Un desconcierto general se producía en el público y una ovación interminable, puso fin a esta accidentada pero magistral obra teatral.
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