lunes, 28 de febrero de 2011

Cuento EL CIEGO DE LA CAPA NEGRA


(A la memoria de Julio Cortazar)

El ciego era muy aficionado al cine español y prefería sentarse en la primera fila de la platea. “Porque así puedo ver mejor”, decía con toda naturalidad.
Una noche, a poco de salir de la sala, un hombre en bicicleta estuvo a punto de atropellarlo, lo que al ciego le produjo una gran tensión con el ruido del frenado sobre el pavimento; de hecho, en ese momento se encontró al límite de su capacidad de desenvolverse sólo con la ayuda de su bastón blanco. Sin embargo, al parecer, él no captaba la significación que su arrojo le pudo ocasionar; mas se puso nuevamente en marcha, sin aceptar las sugerencias de quienes habían llegado a prestarle auxilio. Alguien de los curiosos le tomó una fotografía con una cámara que al accionar su percutor, produjo una explosión luminosa de tal intensidad que hasta el ciego pudo distinguir, mientras palpaba la esfera de su reloj y se disponía a cruzar nuevamente la calle, accionando de lado a lado su bastón, mientras con su mano libre se acomodaba sobre sus hombros su larga capa negra.

Cuento MANIFIESTO EN ESTADO VEGETAL


La ventana de mi cuarto está, como todas las tardes, recibiendo la luz del sol estival; muy pronto se habrá posado sobre la superficie del jarrón que adorna este cuarto, por cuyo ancho cuello se despliega un ramo de flores artificiales. La tierra, como planeta obediente, permite que estas flores, cada cual a su tiempo, reciban ese beso efímero llegado desde el cielo, intentando darle vida a cada uno de sus pétalos muertos; y veo en este único acto de amor florecer la vida en un instante; y cuando en ese paso fugaz el sol salta hasta la superficie suave de mi amigo jarrón, su reflejo da un brinco hasta bañar la intensidad de mis ojos, que se han quedado abiertos para siempre desde el accidente, les oigo decir a quienes están al cuidado de este cuerpo inerte. Y comprendo y saludo desde mi interior a ese rayo de luz que llega sigiloso hasta mi boca mustia, que recorre mi frente en su rutinario reflejo asomado a mis ojos, sin ser capaz de vencer sus párpados definitivamente abiertos. Comprendo y amo a este bello jarrón porque es quien en todo momento está al cuidado de mi cuerpo que respira artificialmente y que tal vez aún mantiene dentro de sí, atrapada, con una red de finísimos hilos, a mi alma que clama por encontrar la paz en el momento del latido final, llegando a convertirnos en un binomio inseparable; él es quien me comunica la presencia o ausencia de la luz en cada tarde cuando en su voluminosa superficie apenas puedo distinguir el débil y fugaz reflejo de la vida que ronda allá afuera.
No sé si este estado vegetal se parecerá a tantos otros que se difunden por el mundo; no sé si esto de darme cuenta del drama que me envuelve, de comprender mi futuro incierto, sujeto a una desconexión que ronda minuto a minuto mi destino, o si llegará ese momento de ser capaz de mover alguna de mis manos que me permitan conseguir por ellos este tan anhelado desenlace; si mi boca será capaz de musitar, aunque sea bajito las palabras: “HÁGANLO POR FAVOR”; no sé si alguna vez podré cerrar mis párpados para evidenciar que aún vivo, que jamás he dejado de existir…de existir…existir.

Cuento MARIA CINTILLO



¿Qué habrá sido de María Cintillo?
Ha pasado tanto tiempo de aquellos encuentros nocturnos que Tomás disfrutó con esa mujer misteriosa. Él viajaba a pie en diagonal por la plaza San Francisco con su fusil recostado en uno de sus hombros, hasta un edificio en construcción donde haría turno de custodia por toda la noche en un cuarto rústico que habían improvisado para ese efecto; adentro, una cama limpia esperaba siempre a uno de los diez militares destacados en esa misión.
Para Tomás era su primer turno; caminaba muy cerca, en igual dirección que lo hacía María Cintillo y no encontró nada mejor que esa misión fuera compartida con una pierna femenina; y qué mejor que las piernas de esa mujer generosa, ferviente admiradora de los jóvenes uniformados que solían frecuentar la plaza San Francisco.
Tomás entró en el cuarto con su arma de combate mientras la del cintillo lo esperaba afuera.  Cuidó de que el arma quedara oculta bajo la cama y salió a conseguirle el permiso a su eventual amiga en el restaurante donde ella trabajaba. Regresaron al cuarto cuando anochecía y ya en el interior, luego de un suculento café con malicia, ambos habían quedado preparados y resueltos a una imprevista noche de placer. María cintillo en pocos segundos ya estaba desvistiendo un cuerpo esbelto y ágil y desde el comienzo demostraba poseer un dominio absoluto en materia de relaciones sexuales y hacía que aquel joven militar viviera esa aventura en forma relajada y ansiosa al mismo tiempo.
El cintillo de María dejó de surcarle la cabeza; ahora su pelo bañaba abundantemente su rostro y sus robustos pechos que se cimbraban con la energía propia de la pasión. Su ventaja de mujer madura, hizo que el uniformado se sometiera a un verdadero curso de aprendizaje en cuanto al sexo compartido e ilimitado; se producía en los ojos de la mujer el brillo del gozo pleno que en continuos momentos se reflejaba en su boca estremecida por sus orgasmos de locura.
Un sueño profundo llenó por fin el pequeño espacio de la guardia. Pero ya amanecía, y pronto, se les vio caminando en diagonal por la Plaza san Francisco. Volvían ambos del “trabajo nocturno”, ella hacia su casa y él hacia el regimiento, con su fusil recostado en uno de sus hombros.

Cuento EL RINOCERONTE




Esto del rinoceronte es algo que me tiene muy preocupado. Hasta el inicio del otoño, todo estaba bien aquí en la ciudad; y aún ahora pareciera estar todo bien si no fuera porque la noticia se ha callado por todos los medios de difusión; no puede ser que sea el único en estar informado ante un hecho tan evidente y notorio. Para mi es un dilema enorme comunicarlo a la opinión pública por el revuelo y alteración colectiva que ello pudiera ocasionar. Si se tratara de un animal de tamaño normal, como esos que vemos en la televisión, el impacto podría ser menor; pero se trata de un verdadero gigante, sólo comparable con aquél gorila del rascacielos.
Es muy extraño esto que me sucede; si alguien más compartiera esta pesadilla que tengo que asumir en soledad; pienso que pudiera llamar a la radio o enviar una carta al diario local. También he pensado en los bomberos y en la fuerza pública; pero no logro decidirme por nada. Y sigo aquí en mi ventana, mirando a este extraño animal que a duras penas puede moverse en su cautiverio, alzando y bajando la cabeza enorme y sacudiendo con energía su cuerpo voluminoso cada vez que se ha empapado de agua que últimamente está cayendo sin piedad sobre toda la región. El unicornio empezó a ponerse a mi vista desde que el otoño inició su afán de despojar de hojas los árboles que me alegraban los meses de verano; ahora, a través de los ramajes que se fueron quedando desnudos lentamente fue apareciendo a la distancia, arrogante, fantástica su silueta que pareciera tener un dominio absoluto sobre todos los seres que lo rodean. Su mirada está siempre en dirección a las altas cumbres de Los Andes, como si su procedencia estuviera enclavada entre sus grandes grietas boscosas. El constante movimiento de las diferentes partes de su cuerpo evidencia su creciente afán de liberarse de las ataduras que lo mantienen anclado como un robusto roble que ha echado formidables raíces. Estos últimos días han sido sumamente lluviosos; por eso, el animal sacude su cuerpo como lo hacen los perros mojados, especialmente cuando el viento sopla con furia, donde la sensación de querer escapar de su cautiverio, sin poder lograrlo nunca. Por las mañanas, en cuanto despierto elevo la persiana de mi ventana y allí está, invariablemente moviendo su cabeza, abriendo y cerrando sus ojos; sobre su cuello, a ratos diviso el cuerpo de una mujer, extendiéndole sus brazos a un hombre que se esfuerza por mantenerse sobre el robusto lomo del unicornio. Como todas las mañanas, enciendo la radio para oír noticias y nada se dice al respecto; salgo a comprar el diario del pueblo y nada se publica. Yo no me atrevo hacerlo porque no me creerían; además, podría provocar alarma en población…Y porque a veces pienso que todo esto pudiera ser sólo imaginación.
Ayer me decidí, porque además de lo que mis ojos han visto se sumó algo increíble. Por la noche sentí nítidamente unos expresivos sonidos muy extraños venidos desde ese lugar, eran algo así como rugidos o bramidos; y en la mañana, al abrir la persiana, ni una hoja se movía, ni un pelo tenía movimiento en el animal y sus ojos estaban cerrados, como si durmiera. No firmé la carta que envié al diario ni la que envié a la radio, porque esto pudiera producir un enorme impacto y yo no deseo publicidad en lo personal, sólo quiero prevenir de un peligro inminente. Por la tarde se vieron numerosas personas en los alrededores y algunas portaban máquinas fotográficas o cámaras de televisión, por lo que deduzco que hoy tendremos noticias…
“RINOCERONTE GIGANTE EN CHILLÁN”
-¡Lo decía…, lo decía yo, me escucharon tenía razón…,menos mal me creyeron; nada menos que un titular! Veamos: “Conjunto de árboles es, para una persona insana, un gigante rinoceronte”…
Ahora, podemos estar todos más tranquilos, ya no estoy solo en esto. Seguramente debe tratarse de un animal inofensivo…

Cuento EL PENSIONISTA



-¡Qué raro, no puedo entender esto; aquí me falta dinero…!
El anciano profesor examina una y otra vez su billetera, la que ha portado en el bolsillo trasero de su pantalón. El mes pasado, luego de despertar en la mañana que sucedió el pago de su pensión mensual y de haber hecho sus pagos rutinarios, sospechó que le faltaban unos billetes. En esa ocasión, lo puso en duda, reconociendo el deterioro de su memoria. Pero, ahora es distinto; recuerda muy bien el dinero que tenía anoche al acostarse; no sabe en quién podría sospechar, no se le ocurre…Lo cierto es que existen unas manos mágicas que están ingresando a su billetera.
-“Tendré que ser más cuidadoso;” –reflexiona-“ ¡pero esto es muy extraño! Tendría que ocurrir por las noches, cuando duermo…Estoy completamente seguro de que aquí me faltan dos billetes azules; algo similar al mes anterior.”
Va a desayunar, preocupado. Ya están sentados a la mesa los otros dos pensionistas; son estudiantes universitarios a quienes la dueña de la pensión atiende finamente, tratando de agradar.
-“Todo lo que observo es muy desconcertante” –piensa el profesor, mientras se sirve su tasa de té con leche; -“estas son personas impecables, honestas, de las que no se podría dudar en absoluto. En fin, tendré que ser más cuidadoso; haré lo que me aconseja Dyer en “Tus zonas erróneas”. No perderé el tiempo lamentándome por lo que pasó ayer ni por lo que podría pasar mañana; me preocuparé de actuar sereno y desde ahora mismo”.
Tratando de demostrar notable resignación, el jubilado parte a su caminata habitual de las mañanas; prepara su mente para olvidar y su cuerpo para oxigenarse. Cuando se aproxima la hora del almuerzo, encamina sus pasos cansados hacia la pensión; al llegar recorre con su mirada los muros decorados con abundante imágenes de santos, casi todos ellos con luces de neón en sus bases. Al pasar frente a la puerta entreabierta del dormitorio matrimonial, no puede menos que sorprenderse ante un espectáculo visual de proporciones:  A las velas y luces de neón, se agrega aquí una imagen de Jesús crucificado a un costado de la cama de dos plazas que pareciera predecir este cuadro alegórico de santidad, que se ofreciera como garantía ética y moral a la mirada furtiva de los pensionistas.
El almuerzo se desarrolla con normalidad, el jubilado ha tomado ubicación estratégica para indagar en el alma de los otros comensales; quizá logre reconocer en alguno de ellos un indicio que por lo menos le permitan dudar. El, en su larga vida ha podido comprobar que la cleptomanía también puede darse en el ámbito universitario.
El jefe de hogar ha regresado de su misa diaria y con solemnidad toma ubicación en torno a la mesa, quedando al frente del profesor; éste, lo observará acuciosamente, desaprobando de partida su manera grosera de comer y el trato altanero hacia su mujer que con humildad almuerza a su lado, atenta a servir y agradar. El hombre, casi sin hablar, trata de impresionar con su corpulencia y sus rasgos de dureza que rodean sus ojos huraños; y engulle todo cuanto se lleva a la boca. De cuando en cuando alcanza un matamosca que acostumbra tener próximo a él, descargándolo con suma potencia sobre algún ingenuo y desgraciado insecto, sin importarle donde está posado.
-“¡Este tipo es un bruto y un mal educado!” –piensa sorprendido nuestro pensionista con manifiesto desagrado, al ver que se abalanza sobre una escuálida mosca que se acaba de posar delante del plato de su señora, con tal mala suerte para ésta que la palmeta da justo en la punta del tenedor, el que volando por el aire va a darle en pleno rostro antes de terminar dentro de su plato, salpicando en todas direcciones.
La confusión se mantiene hasta el término del almuerzo; bien impresionado de sus colegas pensionistas; bondades la mujer; crueldad en el hombre; pero, su excesiva  religiosidad le eximía de toda sospecha.
Llega la noche nuevamente; el jubilado está confundido ante su máquina de escribir, no tiene tranquilidad, olvidándose a ratos de las teorías del siquiatra Dyer; piensa en su enigmático problema y se dispone a crear una estrategia que lo conduzca hacia la detección del misterioso ladronzuelo. Cuanta uno a uno los billetes de su billetera; en su agenda anota: 4 (cuarenta mil); coloca su pantalón tras la puerta y se dispone a dormir.
Al despertar por la mañana todo está en orden; cuelga nuevamente su pantalón y se marcha a la ducha; no ve a nadie en la pensión, sólo se oye el zumbido de una máquina aspiradora que procede desde el “santuario”; confiado, inicia el baño, silenciándose muy luego ese monótono zumbido.
“Pobre señora”, piensa el pensionista;” hace todo el trabajo de la casa, mientras el hombre de las moscas se dedica tan sólo a rezar en las iglesias…”
Después de la caminata matinal, disfruta del descanso que le ofrece la acogedora plaza de armas de la ciudad de la sustancia; y aquí, recuerda con emoción aquellas imágenes de antaño que bullían en este lugar en las alegres fiestas primaverales.
Es ya el medio día; antes de regresar pasará a la farmacia por los medicamentos que hasta ahora le han prolongado la vida. Ha llegado el momento de pagar; está nervioso, sin saber por qué; sin embargo, sonriente, introduce sus dedos algo torpes en su billetera y observa el capital que le queda para el resto de mes…” ¡Dos…Sólo dos…!
Busca muy inquieto; no encuentra nada más y un hondo pesar se apodera del anciano profesor. Su rostro se desfigura de angustia y de impotencia; sus ojos brillan emocionados, con una visión que empieza a desvanecerse en el espacio; sus labios incontrolados no logran pronunciar palabra y un fuerte dolor a la columna que se irradia hacia a los costados de su espalda, le hacen encorvar su cuerpo atormentado, a punto de que sus débiles piernas abandonen su misión de sostenerlo. En sus manos inanimadas, los dos billetes están como deslizándose por entre unos dedos mustios y adormecidos. Es auxiliado; y, luego de un esfuerzo supremo por controlar su desventurada situación, se lo propone firmemente: “No buscaré más culpables. Ahora, me marcharé a encontrar una nueva pensión, donde no existan cuadros alegóricos ni santos con luces de neón”.

Cuento TANQUES EN LA PLAZA BULNES


Disparos de fusiles o de carabinas nos pusieron en alerta y decidimos correr hacia el gabinete de la Directora, con el propósito de darle protección, ya que su oficina, con sus ventanas al exterior, era una de las más vulnerables del cuarto piso. Agazapados bajo los cristales, en hilera tratábamos de indagar lo que estaba sucediendo en la desierta Alameda Bernardo O`Higgins, sin entender cuál podría ser el blanco del ataque que sostenían unos pequeños piquetes de soldados, apostados como racimos en la esquina que teníamos al frente.  Lo preocupante era que sus armas estaban dirigidas a la planta baja de nuestro propio edificio, sin que pudiéramos imaginar siquiera, contra quienes se disparaba; ellos maniobraban protegiéndose de un fuego encontrado, que podría hallarse en las amplias puertas del ministerio, ya que su largo hall se conecta con la calle Valentín Letelier con uno de los costados de la Moneda.
Nuestra sorpresa fue mayor cuando desde ese cuarto piso, con mucho asombro descubrimos, a riesgo de ser alcanzados por las balas, que en la plaza Bulnes, un destacamento de varios tanques, mantenía rodeada la casa de Gobierno con sus cañones apuntando diferentes blancos. De la incertidumbre pasamos a una alarma general; no nos cabía duda alguna de que se trataba de una acción golpista destinada a destituír al Presidente Allende.
No nos dimos cuenta de dónde apareció; sólo lo descubrimos cuando caminaba con arrogancia por el bandejón central hacia la plaza; era el General Prat que avanzaba con su sable desenvainado, seguido a unos cuantos pasos y en similar actitud por un oficial escolta; sus pasos eran firmes y resueltos.
Los tanques ejecutaban pequeños deslizamientos, como si se quisiera demostrar energía resolutiva. Para nosotros, que con dificultad manteníamos la incómoda posición de agazapados, nuestra expectación crecía cuando la vigorosa estampa del general, ya en plena plaza Bulnes, se aproximaba al primero de los tanques que fue encontrando en su camino. La máquina de guerra hizo algunos intentos de girar y se detuvo, al mismo tiempo que se elevaba la tapa de su escotilla. Un militar surgió desde su agujero, lanzándose a tierra en ágiles movimientos, hasta que, cuadrado como estaca, esperó la orden del superior, nada menos que del propio Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas de Chile.
Los de la oficina nos quedamos mudos de asombro por lo que acabábamos de ver, era como sentirnos dueños de la historia, en ese invierno del 73.
Uno a uno fueron reducidos los tanques y enviados a estacionarse frente a los edificios de la Caja de Empleados Públicos y del Ministerio de Educación, vale decir: bajo nuestros ventanales.
Uno solo era el tanque que faltaba reducir; la operación la continuaba ejerciendo el general con su oficial ayudante; pero lo que ocurrió aquí fue diferente: Prat se detuvo ante él, sin que del tanque apareciera alguien y en breves segundos giró con rapidez, emprendiendo una espectacular huida hacia el oriente. El oficial ayudante trató de intercederlo en su desacato y trepó por la maquina, lanzándose luego, en condiciones muy riesgosas, disparando su revolver desde el suelo en dirección del fugitivo.
Alguien nos notificó que debíamos abandonar las dependencias del ministerio; y dentro de poco, nos encontrábamos en el subterráneo de la Caja de Empleados, juntos con su personal. En ese lugar permanecimos algunas horas de mucha incertidumbre, hasta que llegó la noticia por todos deseada: Ya podíamos retirarnos, pero bajo estrictas medidas de seguridad, como manos en alto, en orden y en pequeños grupos de personas. En la avenida despoblada se respiraba un aire tenso; pequeños piquetes de militares aún se desplazaban con sus armas en ristre. Una inquietante amenaza se dibujaba en el horizonte de la Patria.

Cuento PERDONEME SI FUI YO


Los carabineros me encontraron durmiendo en una casucha pa’ chanchos que teníamos con mi mamá, no muy lejo’de la ranchita’e nosotro’. No supe cómo fue que llegué ahí a dormir; lo que sé, realmente, es que yo había anda’o de toma por algunos días y a la casa debo haber llega’o muy re mal, con decirle que no recuerdo niuna cosa. De lo único que tengo alguna noción es de unos regaños que m’hizo mi vieja cuando aparecí cura’o. Después ya no tuve conocimiento de nada, hasta dispertar muy asusta’o cuando me agarraban entre los dos que se habían desmonta’o de los caballos y me esposaron las mano’, amarrándome d’ellas con una soga larga. Yo les pedía que a lo meno’ me dejaran ponerme mi’ ojota’; pero no, no me hicieron caso. Se montaron y uno d’ ello’ apihueló el cordel a su montura, echándome a’ elante a patapela’; pa’pior el camino estaba pedregoso como nunca…
-¡”En el reten vas a tener que hablar, jetón; no sacai na’ con hacerte el de las chacras”! –me decía uno d’ello -¡”A’onde, si no me acuerdo de niuna cosa!” –le decía yo. Y el otro: -¡”Bueno, vo’lo habis de ver, indio maldito; y apura el tranco si no querís que te llevemo’ arrastra’o por las piedras…”!
Como podía avanzaba, tratando de sacarle la vuelta a las piedras sueltas; pero igual, lueguit noma’ mis pie’ me empezaron a sangrar; me caía y me tenía que para altiro ‘si no…; y me empezó a dar una amargura harto grande, al verme en esa condición de animal, lacia’o como bestia salvaje. En el trayecto al retén, la gente me salía a mirar de las ranchas comentaba y me observaban con desprecio; algunas protestaban por la forma de tratar a un mapuche y las miraba con vergüenza, de reojo, sin atreverme a dar la cara. Ya más tarde, mi camisa y mis pantalone’ se encontraban cochino’ y roto’ por to’as parte’, con la tierra y la sangre de las llagas que se me iban produciendo en cada porrazo, cuando no resistía el dolor de mis plantas ulcerada’…
-“¡¿Cómo les voy a confesar que maté a mi propia madre; cómo iba a ser capa’ de una malda’ tan grande…?!”, les decía una vez más; pero ellos no me respondían…No tengo claro cuánto duró ese viaje hasta el infierno. Lo único que sé es que al salir de la casucha de a’onde me encontraron, el sol ‘taba como a media tarde y despue’ fuimo’ llegando con la puesta de sol. En la puerta del retén ‘taba un opaco gordo que parecía ser el jefe: -“¡Póngalo en el calabozo –les gritó –mientras preparamos la celda especial pa’ este indio ‘e carajo! ¿Habló ya?”
-“¡No mi cabo, qué esperanza; este hueñe está cerrao’ com’ostra.!”
Esperaron que se hiciera de noche y me metieron en lo que ellos llamaron celda especial, abrieron la puerta de un cuarto como jaula y sin ‘tar ya amarra’o, me empujaron hasta el fondo oscuro casi total, a no ser por unas rendijas por ‘onde entraba alguna clarida’.
-“¡Aquí vay a pasar la noche, canalla y bien acompaña’o!” –me dijo un flacuchento con cara’e malda’oso…
Lo que me ocurrió en ese cuarto fue algo que nunca, ni un día, ni una sola noche hei podí’o sacar de mi ca’eza…Los siete años que llevo aquí en la Peni han si’o un tormento en el que no hei teni’o nunca un poco de paz en mi conciencia…Entonce’, como le decía, noté que en un rincón, tapa’o con una frezá’ o algo pareci’o, habían deja’o un bulto; me cerraron con la llave por juera y se alejaron. Pensé que ese paño me lo habrían deja’o pa’ abrigarme y lo tomé, porque a esa hora el frío que sentía era re grande…Al verla, creí que no iba a resistir más…¿Era ella, que estaba tapa’ sobre unos saco’; tenía su boca entreabierta y sus ojos…tamién los tenía…!
Yo pensé profesor, que to’o esto que me estaba pasando no era otra cosa que un mal sueño. ¡todo esa tragedia tan enorme que estaba sufriendo! Su cara estaba daña’ y sucia; así que, con mi pañuelo húmedo de mi llanto, la limpié y le ordené como pude su pelo largo y suelto…¡Me acusaban de su muerte, imagínese; y me tiran a enfrentarme con ella…! “¿¡Qu’es lo que se proponen con esto!?”; les gritaba pa’ juera, desespera’o; ¡y me jui a la puerta a golpear, a golpear y a golpear, hasta que me venció el cansancio!  Me parece que ahí me jui al suelo sin conocimiento…Despue’, ya rendío’ y sin ganas de vivir me arrodillé a su lado, la tapé con el paño y la acomodé más abriga’ita pa`que no sintiera tanto frío. Traté de cerrarle sus ojos que parecían reprocharme; y ahí empecé a discurrir: “¿Y si hubiera si’o yo…Y si hubiera si’o yo…?”
De ahí pa’elante me agarró una desesperación muy grande y un arrepentimiento que me estremecía to’o el cuerpo…”Mamá –le decía -¡Perdónme si fui yo, no quise hacerlo, perdón; perdóneme madre…! Y me jui a la puerta otra vez y les grité pa’ juera pa’ que me oyeran to’os: “¡¡Jui yo, jui yo; yo mate a mi madre, vengan a sacarme de aquí, sáquenme por favor; yo la meté, la maté…!!” Y la puerta no se abrió, no se abrió, nunca se abrió…En la mañana, cuando el frío me tenía endureci’a la sangre, llegaron, conversando bajito. Yo estaba arrodilla’o, rezando pa’ que’l Señor se apiadara de mí; así había pasa’o mucho tiempo; abrieron la puerta pequeñita y entró uno; yo les pasé mis manos, casi tan frías como las de mi madre y él me puso las esposas…

Cuento EL RATA



Hay un clima de efervescencia generalizada en el presidio; es la tarde en que se van en libertad varios de los internos favorecidos con la ley de libertad condicional. En la calle trece los preparativos de despedida son mayores, porque aquí vive el “Rata”, un hombre pequeño y flaco, con su rostro envejecido prematuramente a causa de varios males crónicos.
La visita de la mañana estuvo generosa en comestibles ya que la mayoría de los presos tenía alguien a quien despedir y no pocos pensaban en su amigo “El rata”, porque éste no es visitado desde que murió su compañera, y porque su obstinada idea de estar preso, de no hacer nada por su libertad, les ha hecho sentir un gran aprecio por este hombre que hoy se irá, contra su voluntad, en su cuarta condena “pelo a pelo”, como dicen aquí por los que se van con tiempo cumplido.
Los festejos ya se han iniciado y desde todas las celdas se está vaciando por las puertas abiertas la bulliciosa música que rebalsa las calles y galerías, uniéndose en sus centros, aleándose en un increíble fenómeno musical, digno del más genuino espectáculo del absurdo.
Aquí está la conocida celda del “rata”; en su puerta, al entrar, nos estrellamos con un estruendoso ritmo tropical, en el que los bombos y los platillos van dando insistentes y ruidosos brincos hacia el centro de la calle. Él, no se encuentra aún; pero están sus amigos más cercanos preparándolo todo; un sillón, conseguido no se sabe dónde, espera su llegada en un lugar preferencial. En el centro de la celda, la tetera sobre el anafe “Primo”, agita ya su tapa de aluminio, dejando escapar con lentitud un grato aroma, el que a la hora del mate, en alas del vapor blanquecino, saturará el reducido espacio carcelario.
Uno de sus amigos con más fuero, pudo llegar hasta el patio de las palmeras, cuando el “rata” salía de la alcaidía, encorvado su cuerpo, envuelto en una gran tristeza. “No lo pude convencer –le dice con mucha amargura- Era la última esperanza que tenía. Ahora no me queda otra cosa que enfrentar una vez más a los “tiras” en la calle”.
Sus otros amigos, lo esperaban en el centro del óvalo, adonde llegaba la música de todas las celdas de la prisión, transformándose en el más aberrante espectáculo audible que se pueda imaginar.
El “rata” es recibido con aplausos en la calle; pero a él no le llegan; no cree en la libertad, tampoco la desea, porque en ella ha tenido que vivir experiencias que quisiera dejar en el olvido.
-Los “tiras”, -dice –después de mi primera condena, justa, lo reconozco, me han “cargado” todas las otras causas, sin poder convencerlos nunca de mi inocencia.
El festejo, fue abundante en manjares y sabrosos mates, como en ácidas críticas hacia esa idea inusual de este extraño personaje: Solicitar el alargue de su condena:
-“La libertad no tiene precio” –le dice alguien.
-“Aquí, todos damos batalla por lograrla, haciendo conducta”
-“Cualquiera en esta “cana” quisiera estar en tu lugar, flaco…”
El hombre, agradecido, trata de explicarles por última vez:
-El caso es que no puedo vivir en libertad, nunca he podido; y acá están ustedes, que son mis amigos. Yo, no tengo familia, en ningún sitio. A mí, por desgracia, los únicos que me conocen afuera son los “tiras”, no sé por qué…¿Será por la pinta de galán que tengo?.
Grandes risas y fraternales demostraciones aplastan la algarabía musical; y luego se disponen a escuchar la orden que se repite, proveniente de los parlantes:
-“¡Todas las radios deben apagarse, para que escuchen bien lo que les diré a continuación. Los que se nombren serán quienes dentro de una hora deberán presentarse con sus enseres en la guardia. Estos, serán los reos que se irán en libertad…!
Hay un silencio solemne en la celda del “rata”; los ojos de todos están puestos sobre su escuálida figura que inclinada la cabeza, se ha quebrado de pesar al oír su nombre; el que, curiosamente, no es reconocido por los demás que están con él y se miran entre ellos, preocupados por esa ignorancia imperdonable. Para el pequeño amigo no es más que un detalle lo del nombre porque hasta él mismo a veces piensa que se le ha olvidado. Y ahí se ha quedado, clavados sus ojos en el anafe que está en el centro de la celda, soplando aun bajo el fondo de la tetera con su círculo de pequeñas lenguas azules que hacen bailar esa incansable tapa de aluminio.
En todas las puertas hay racimos humanos despidiendo a sus festejados, los que van saliendo muy sonrientes hacia la libertad. El “rata” es el último en cruzar el óvalo; su andar es lento y su cuerpo se va doblando en cada paso. En el patio de las palmeras, el alcalde le brinda su mano al pasar, y sus buenos deseos:
-No te quiero ver nunca más aquí- le sentenció –Este penal es para delincuentes; que no se te olvide nunca más.
La avenida Pedro Montt es la misma que le vio entrar cinco años atrás y por ella deja que sus pasos lo lleven sin prisa a donde el destino lo decida. Busca una pieza para pasar la noche; y mañana? “que sea lo que Dios mande”. Abrazará la libertad que no pidió y se hará cargo de su vida que no le pertenece; que al parecer, nunca le ha pertenecido.

Cuento EL CICLISTA



El ciclista hizo su entrada espectacular en el patio de la escuela, enclavada entre los cerros pre cordilleranos de la Costa y frenó su bicicleta ante la formación de escolares que al cuidado del profesor Muñoz esperaban el arribo del nuevo director. El joven se quedó montado en su vehículo, apoyándose con un pie en el suelo regado y limpio; se mostró al grupo sin decir una sola palabra. Los pequeños cerruquitos le observaban con mucha inquietud y extrañeza, debido a que el joven se encontraba totalmente mojado y sucio; su vestimenta estaba con restos de barro y de hojas adheridas a su cuerpo que aún chorreaba agua; su pelo se le había revuelto, escurriendo también un líquido semi barroso por entre las hojas pegadas en su cabeza y en la gran mochila que portaba en su espalda. El señor se le aproximó con curiosidad mientras los estudiantes guardaban un inquietante silencio.
-¿Le puedo ayudar en algo, amigo?
-Sí; -extendiéndole su mano –que me presente a estos pequeños como su nuevo director; no se preocupe usted por mi aspecto, mañana luciré mucho mejor.
El joven ciclista dejó afirmada su bicicleta en uno de los postes del corredor de la casa-escuela y se sacó la mochila chorreando agua aún, agregándole al profesor:
-En esta mochila está mi orden de trabajo; -intentando abrirla.
_¡No; no hace falta, no la abra, Usted debería pasar a la casa antes que nada y ponerse ropa seca…Yo le puedo facilitar…
-¡No; le agradezco. Estos niños tienen mucha curiosidad; es justo que les salude y les cuente una historia muy interesante que acabo de vivir.
Acercándose al grupo, en el que predominaban los típicos delantales blancos, con alegre optimismo les habló:
-Soy vuestro director, les pido que me acepten como estoy.
En los estudiantes ha aflorado una cálida inquietud y optan por formar espontáneamente un semicírculo en torno a este joven desconocido que dice ser el director que con timidez esperaban.
-Les contaré mi historia, pero a mi manera y así nos conoceremos mejor.
Hay una euforia que crece entre os pequeños y a juzgar por la concentración que el ciclista experimenta ahora, les representará su percance como una obra teatral:
-Yo venía como loco pedaleando en mi bicicleta, subiendo y bajando desde la estación de ferrocarril, al otro lado del río; todo estaba muy bien, aparte del cansancio y del dolor de mis manos que se me empezaron a agarrotar debido a la aspereza del camino; hasta que un estero me cerró el paso; ¡allí, cerquita! Hay un vado en ese estero, pero bastante profundo. Y ahí estuvo el problema; ninguna bicicleta podría pasar ese vado. ¡Me sentí perdido! El palo, largísimo, que hay a un costado del camino, me invitaba a pasar por su corteza intacta.
Hay nerviosismo en los niños y mucha inquietud por lo que tendría que ocurrir; pero les falta saber lo que pasó realmente el estero. Ellos se miran unos a otros sus rostros expresivos y contagiosamente alterados, a la espera de la euforia que está contenida en el aire y que en cadena se está gestando; que avanza como por un despeñadero sin que nada la pueda frenar.
-Pensaba sobre la forma de pasar por ese vado, pero el agua parecía tener una gran profundidad; algún auxilio de alguien era casi imposible, porque nadie aparecía por ningún lado. Entonces, tomé mi decisión…
Levanta su mochila nuevamente y se la acomoda en su espalda; uno de los cordeles que las niñas usan para saltar, lo coloca en línea recta sobre el suelo y tomando la bicicleta con ambas manos da inicio a su actuación.
-Consideren que esto es muy arriesgado, porque esta mochila es pesada; consideren también el peso de la bicicleta; y pongan mucha atención; que ya tengo levantada por sobre mi cabeza a mi “chanchita” con mis dos manos, ¿la ven?
-¡¡¡Sííí!!!
-Por lo tanto, no podré usar el pasamanos del puente…
La expectación se encuentra en su punto álgido y ya hay reacciones de nerviosismo; se experimentan increíbles cambios de semblantes y no falta la pequeña que muestra signos de aflicción. El joven está con su vehículo levantado, de pie, en un extremo de la soga y se propone dar inicio a su travesía. Con dramatismo, les dice:
-Estoy concentrándome; tengo mi vista fija en punto de equilibrio, al otro lado del canal; este será mi punto de equilibrio. Yo necesito ahora de ustedes; quiero que nadie se mueva; no deben hablar ni reírse; sería muy peligroso perder el equilibrio. Así, así está bien. De ustedes dependerá que pueda lograrlo…Voy avanzando con mucha precaución…,sólo que mi bicicleta es realmente incómoda para cargarla por sobre mi cabeza…Se me están cansando mis manos y a causa de la gran tensión de todo mi cuerpo, mis piernas me empiezan a temblar…Ahora mi mochila se me está enredando en mi pelo y el manubrio que tiende a girarse me está adormeciendo el cuello, porque en cada paso que avanzo sobre el árbol muerto, me lo aplasta sin compasión. Esto es muy complicado…Parece que no existiré; y me queda aún por lo menos un par de metros de martirio.
Es patético el cuadro del grupo; ellos se han mantenido inmóviles, en el más completo silencio; sus rostros han palidecido; algo les sucede en sus pómulos que han perdido su brillo tan candente del comienzo. Un húmedo y afiebrado ramillete de ojos le observan fijamente y sus cuerpos, incontrolados, movidos por una magia que se irradia en el aire, ejecutan unos leves movimientos como ayudándole a la distancia. Algunas manos se agitan en el silencio como tratando de expresar un deseo inmenso de evitar la caída inminente; mas, totalmente rendido, continua el ciclista con su actuación.
-Ya estaba convenciéndome de que con un esfuerzo más lograría cruzar; ¡me faltaba tan poco! Estaba sintiendo un enorme orgullo de superar una prueba tan difícil. Pero mi mala suerte llegó cuando menos lo esperaba.
Mi vista se había mantenido fiel a un punto de equilibrio, hasta que la ambición se presentó justo cuando, con enorme asombro, descubrí sobre la arena y bajo el agua de la orilla del vado una mancha dorada de miles de partículas de oro que brillaban relucientes con el sol intenso…Y ahí fue cuando me derrumbé: Mi cuerpo se dobló como cuando se va al suelo un edificio que han dinamitado en su base; cedieron mis piernas y mis manos abandonaron su misión de soportes. Recuerdo que en el brevísimo trecho hacia el desplomadero oí claramente la voz de mi amada bicicleta que me increpaba duramente porque no supe reconocer el oropel; mientras al lecho del canal íbamos a dar juntos en un abrazo fraterno.
Un silencio conmovedor coronó el final de su actuación; sus ojos puestos siempre en el milagroso punto de equilibrio, no captaron a tiempo lo que estaba sucediendo en su público infantil que en pocos minutos o segundos habían transformado su estado anímico desde el esperado jolgorio propuesto, hacia un desenlace que sorprendió a los más pequeños choqueados por la emoción.
El director acababa de reconocer el alma de los alumnos que tendría a su cuidado; con notoria aflicción se le acercaron para tocarlo; unas pocas se le aproximaban para limpiarle su vestimenta de hojas y de barro que aún perduraban; sus ojos, que recién estaban recuperando una felicidad que afloraba desde adentro, humedecidos y afiebrados, le fueron dando la bienvenida al ciclista y a su bicicleta.


Cuento EL NIÑO DEL GORRO ROJO


No tenía claro el motivo de mi persecución, algo siniestro me estaba sucediendo, me rodeaban personas extrañas, sin que en ellas pudiera distinguir alguna identidad. Se desplazaban en un plano impreciso; inconsistente, sin una solidez que pudiera ser tangible, sin poder entender sus desplazamientos mágicos, como imágenes etéreas que desaparecían y que volvían a mi vista cansada de soportar tanta tensión.
El lugar en que me encontraba era desolador y el aire parecía estar enrarecido, salpicado de pequeños corpúsculos brillantes que navegaban entre hilos finísimos, jugueteando en un vuelo rasante, entrelazándose y subiendo a las alturas en múltiples y enigmáticos conglomerados casi invisibles. Se sucedían momentos de intensa claridad, en que todo resplandecía, en que mi espíritu se oxigenaba a raudales, mientras más oídos me deleitaban con una música sublime que parecía proceder desde una iglesia en cuyo techo caminaba la figura de un pequeño niño de gorro rojo, desplazándose tranquilo, seguro, hasta desaparecer en el extremo en que se alzaba una torre que tocaba el cielo. Era entonces cuando se daba paso a la oscuridad, a la turbulencia del aire y a la furia de quienes perseguían implacables, armados de palos, con la obstinada intensión de eliminarme.
No podía comprender el motivo de las intensiones asesinas y me cubría con ambas manos, esquivando los golpes de unas mujeres enceguecidas, con sus manos desfiguradas por la ira que crecía y rebalsaba en sus ojos huraños. No tenía otra alternativa que no fuera huir sin rumbo, para zafarme de la furia colectiva, hasta llegar a un escondite que me permitiera reponer mis extenuadas energías. Era el momento en que renacía la calma, en que la música regresaba a mis oídos, en que el aire se tornaba respirable; era el único momento de luz radiante que presentaba ante mi vista la imagen de la iglesia con el niño de gorro rojo caminando hasta desaparecer en el recodo de la torre. Así debí permanecer no sé por cuanto tiempo, entre las ráfagas de la furia y los remansos iluminados que me regalaba el niño del gorro en lo alto de la iglesia.
Había llegado nuevamente el acoso implacable; vi como esos seres embravecidos, violentados, con nuevos bríos alzaban en tropel sus palos. Notaba que sus cuerpos agresivos se deformaban, como si se estuvieran reflejando en aguas turbulentas; y cuando esos palos estaban levantados para descargarlos sobre mí, cubrí mi rostro entre mis manos y esperé, aterrado, la sentencia cumplida, sin entender la liberación que surgió como magia en ese instante: La tibia y resplandeciente luz, la atmósfera limpia y transparente, la música en plena armonía con el silencio, despedían al pequeño que se perdía en el recodo de la torre.
Una mano en mi hombro me trasladó a velocidades increíbles desde el sueño hasta la vida de la conciencia. Al abrir los ojos, acalorados y abatidos, mi hermano estaba allí, a mi lado, confundido:
-¿Qué te sucede? Estabas gritando. ¿Te ocurre algo?
No le pude contestar, sólo dejé que las lágrimas ardientes se fueran desprendiendo lentas, como la lentitud que estaba sintiendo al regresar de nuevo a la vida.

Cuento LA TORMENTA


Las instrucciones que recibí fueron que dejara la cabrita y la bestia en la casa de unos amigos de mi madre y que luego esperara la llegada del tren que debería pasar por el pueblo de Bulnes como a las nueve de la noche. Era pleno verano, por lo que el viaje de una hora lo hice con una delgada ropa y sin el toldo en el vehículo de dos ruedas. El hermoso día inesperadamente cambió con brusquedad, formándose en el cielo negros nubarrones que fueron invadiendo las alturas hasta oscurecer el verde paisaje de unos potreros frondosos, adornados de numerosos rebaños de vacunos y caballares. Cercanos a cada una de las pueblas campesinas, altos y majestuosos eucaliptos, variados árboles frutales y los infaltables sauces, con sus ramas inclinadas hasta el suelo; abandonando su quietud, comenzaban a balancearse con la brisa que se transformó, con violencia, en un bullicioso vendaval. El cambio climático no estaba contemplado en mis planes y ami destino llegué empapado con la lluvia que embestía semi horizontal, impulsada por el viento, que hacía bramar los árboles, produciendo un siniestro silbido en los cables de la luz y del teléfono que se extienden a un costado del camino. Mi llegada al pueblo fue anunciada con relámpagos y truenos que hacían estremecerse al animal y en mi pecho oprimido, empezaba a sentir el temor de lo que podría ocurrir si mi hermano no llegara en ese tren. Con mucho trabajo y precaución, conduje la cabrita hacia un alero del patio, en la casa que me habían indicado. Desde aquí, con ropa seca y paraguas, salí rumbo a la estación, iluminándome con los reiterados relámpagos y asustándome con los truenos que parecían destrozar la noche.
El tren ya estaba anunciado y a través de la tormenta, empezaba a divisarse, tenue, el haz de luz de la máquina que se aproximaba por el norte, anunciándose con un pitazo largo que tendía a ocultarse en la distancia. Yo esperaba con ferviente ansiedad que mi hermano llegara, porque el regreso al campo, solo, en esas condiciones, sería para mí una prueba muy difícil de cumplir. En la estación había inquietud: la señora que acomodaba sus bultos para embarcarlos en tan reducido tiempo, el hombre con gorro y manta de agua que caminaba lento con su farol de luz roja, moviéndolo constantemente.
La entrada del convoy a la estación fue lenta y estruendosa; el vapor que escapaba por uno de los costados de la máquina, producía con el potente foco de luz y la copiosa lluvia un espectáculo sórdido y misterioso.
Yo giraba en todas direcciones, tratando de atrapar con mi obstinada urgencia a todo el que pudiera bajar por alguna de las puertas que se veían abiertas; los segundos se me pasaban como rayos en intensa lucha con mi angustia que se desbordaba con las luminarias del cielo, que rebotaban feroces sobre fierros mojados. El conductor hizo sonar su pito, lo que me impulsó a correr desesperado hacia uno de los andenes lejanos, donde descendía alguien que no podía distinguir porque se cubría con su paraguas; una mujer bajó tras él y caminaron juntos tratando de protegerse de la copiosa lluvia.  Un fuerte pitazo de la locomotora vomitó una blanca bocanada de vapor y con un chirrido de fierros que se mordían, se alejó el tren mientras nos abrazamos con mi hermano y su amiga, quienes me devolvieron la paz que se había extraviado en la tormenta.
El viaje hasta el campo fue la gloria a pesar del frío reinante en la oscuridad y lo barroso del camino; ahora era mi hermano el que conducía; su amiga, sentada entre los dos, nos gratifico todo el viaje con un roce constante de su esbelto y bien formado cuerpo, irradiando tiernamente su tibieza, la que me hacía olvidar la situación angustiante que recién había vivido; ella me cubría con un poncho que se consiguieron y me cobijaba en contacto con sus esbeltas suavidades que para un niño de trece años era como un juego prohibido del que no se quisiera despertar. Ya no me preocupaban los relámpagos que aún perduraban aterrorizando a los lugareños, como esos cinco campesinos que encontramos abrazados en cadena, caminando tras una hilera de carretas entregadas a su voluntad y experiencia de unos bueyes que poco o nada se inmutaban con el escándolo celestial:
-¡Pasen pot hay, por el la’ito, que aquí vamo’ to’os lo’sotros harto atemoriza’os. Tengan cuida’o con enre’arse en alguna de las carrtea’!
Al trabajador que mi madre había enviado a esperarnos,lo encontramos refugiado con su caballo junto a unos grandes robles, habiendo sido uno de ellos alcanzado por un rayo, el que no obstante la intensa lluvia se encontraba con significativas quemaduras.
En la casa reinaba la desesperación, porque el viaje debió demorar mucho más de lo previsto. Mi madre me besaba y me miraba a los ojos como queriendo asegurarse de que nada me había pasado; me acariciaba una y otra vez, como si yo estuviera regresando de una guerra.
Pasé la noche muy abrigado, soñando con relámpagos y truenos que jugaban a injuriarse, sin entender su lenguaje; y, soñé también con el feliz regreso, junto a la tibieza de la bella mujer que me cobijaba en contacto con una de sus esbeltas suavidades.

Cuento EL ENTIERRO


La oscuridad de aquella noche de verano era absoluta; Miguel ya había accionado la palanca que dejaba inactiva la turbina; la ampolleta del pequeño cuarto donde se encontraba el generador de la corriente, al igual que allá a la distancia, las que alumbraban la espaciosa casa de la administración, se fueron extinguiendo lentas. El sendero de regreso lo indicaba su perro que siempre lo había acompañado en esa misión, asignada a su exclusiva responsabilidad. Esta vez algo le ocurría a la mascota, se detuvo preocupada porque tenía su vista muy atenta en un punto luminoso que se alejaba en dirección a los matorrales del otro lado del canal de la turbina. El hombre apagó de inmediato la linterna para distinguir en mejor forma ese fenómeno luminoso tan esperado y deseado por él; sin alarmarse pero con notoria seguridad encendió nuevamente la linterna, aseguró las ojotas a sus pies y emprendió el seguimiento a esa luz que navegaba de prisa, a baja altura, ya próxima a sortear los arbustos que formaban las riberas del canal. La marcha de Miguel era veloz y complicada, porque ese potrero estaba arado recientemente; cayó varias veces sobre los terrones, pero sus ojos no los retiraba por nada del sorprendente objetivo.
- “¡Aguaiten, aguaiten…! repetía como en secreto, seguido muy de cerca por su perro que gemía, respondiéndole a su monólogo constante, siempre referido a su obsesión de hallar alguna vez uno de esos remotos entierros de monedad de oro. El, era un hombre de mucha fe y en sus viajes a Yumbel, entre las mandas que le pagaba al santo, nunca faltaba la del entierro. Ahora, pensaba que ése podría ser ese acontecimiento, y lo recordaba bajito, sólo para el oído de su fiel amigo que pacientemente lo observaba con admiración: “Las luces son señales”, repetía una y otra vez, mientras arremetía por las zarzas en su carrera delirante; lanzándose en un cruce desesperado de un canal donde el agua sonaba con fuerza. El instinto y la ambición hicieron que este hombre, enteramente mojado, fuera capaz de hacer la travesía en esa forma y sin sumergir la linterna, cuyo cono luminoso no se cansaba de juguetear incontrolado en infinitas direcciones. Ahora ya estaba en un sector de piedras y matorrales, el avanzar se tornó complicado; no estaba ya la luz, pero Miguel tenía muy claro el lugar donde la vio por última vez; con cautela, murmurando recordaba sus experiencias anteriores: “Las luces han sido siempre la señal…Alguna vez se cumplirían mis sueños”. Recordaba tantas noches de tertulias en la cocina, cuando se instalaba con su vitrola a tocarles sus discos 78 a los jovencitos veraneantes… “Ellos nunca creían esto de los entierros y cuando les decía que las luces se me presentaban en las noches oscuras y que se trasladaban en el aire, siempre se rieron de mí…” Recorría con su linterna centímetro a centímetro con una fe profunda en el hallazgo y el diálogo continuaba con su perro que apareció luego de haber ido a cruzar el canal por el puente que tenía el sendero; “Aguaiten, aguaiten…” Con avidez, el hombre hurgueteaba entre las piedras; y al contacto con la tierra suelta y humedecida, descubrió el primer indicio de los que buscaba tan apasionadamente: Un pequeño disco metálico brillaba al influjo del haz luminoso…” ¡Aguaiten…aguaiten…aguaiten! Repetía muchas veces, eufórico de felicidad, sin poder contener su emoción, reprimida por tanto tiempo. Removió algo más la tierra y otras dos monedas aparecieron a los ojos asombrados de Miguel. Ya no le cabía duda alguna, estaba frente a lo que deseó y buscó desde su niñez. Fueron tanta las noches que dedicó a recorrer aquellos lugares donde en la oscuridad se habían observado esas luces misteriosas y tanta las veces que de él se habían reído en las cotidianas tertulias de la cocina, como le ocurrió en la noche anterior con esos jovencitos veraneantes, mientras les tocaba sus discos 78, mofándose también porque en el transcurso de la música él tenía que girar la manivela de su vitrola cada vez que disminuía la velocidad, produciéndose las deformaciones que les causaba gran hilaridad. El hombre estaba enternecido, arrobado por un enorme gozo interior, sus ojos claros y su constante sonrisa de humildad que le hacían mantener siempre sus gruesos labios entreabiertos, acusaban el sublime mensaje cerebral y sus manos iniciaron la trascendente tarea: Ubicó primero su linterna estratégicamente para alumbrar la escena y empezó a introducir sus enormes y encallecidos dedos en una tierra húmeda y blanda, hasta palpar los bordes de la ancha boca de un cántaro de greda. No cabía duda alguna. Miguel estaba frente al milagro de su vida y en segundo cruzó por su mente un mundo de futura felicidad: Su vieja vitrola sería reemplazada por un moderno tocadiscos; ya no tendría que estar esclavizado haciendo girar la manivela de la cuerda, menos ahora que podría comprarse toda una colección de discos 33, de esos grandes que la había visto a O’n Jorge; y tendría repetido el del “Pícale-Pícale”; FIGARO, como le llamaba ese futre amigo. Sus dedos temerosos y anhelantes a la vez empezaron a deslizarse por las paredes internas del cacharro de greda; primero con una cautela impresionante y luego con inusitada vehemencia, al mismo tiempo que todo su cuerpo se estremecía: Levantó la cabeza hacia el cielo poblado de estrellas lejanas; su rostro se le estaba transformando, sus ojos paralizados, los tenía conectados con un punto inexistente del espacio, sus pómulos se le desplomaron deformados, como sus labios entreabiertos que parecían resistirse a la brutal adversidad que le demolía su alma. El hombre, arrodillado aún, inmóvil, frente a su perro que en silencio lo observaba, no retiraba sus brazos del cántaro de greda, como si esperara aún el milagro; sus manos estaban en el fondo; luego se palpaba sus brazos con recelo, porque los sentía cubiertos de una materia blanda y pastosa que le producía una fuerte repulsión al constatar que desde ese cuello e tan hermosa forma, empezaba a surgir un fétido olor a guano fresco, desde su cacharro de greda (Porque ya lo había reconocido…)
Para pintarlo, se lo habían pedido prestado esos jóvenes incrédulos; también una carretilla de hilo grueso y un pedazo de vela que le quedaba en la palmatoria…Miguel había entendido ya todo y bajó al canal, ahora con toda lentitud, no tenía porque apurarse; en el agua correntosa se aseó sus brazos y luego, por mucho rato su cara, como si quisiera revivirla; se sumergió íntegramente, mientras pensaba en su increíble desventura; y, casi sin proponérselo, acudió a su espíritu la liberación de su pensar: no más luces en las noches oscuras, no más tesoros…”Creo que le mandaré a cambiar la cuerda a mi vieja vitrola…Aguaiten…aguaiten…”

Cuento CUANDO EL SOL SE OCULTO COMO UN ENORME GLOBO ROJO


“Esta noche va a ocurrir algo muy malo, el sol se ocultó como un enorme globo rojo; no recuerdo haberlo visto así en toda mi vida”. “Don Cheque” había llegado a “Los Varones” en uno de los enganches, en tiempo de verano; y aquí se había quedado. Cuando envejeció, lo pusieron al cuidado del inmenso bodegón, de altos y macizos muros de adobes, donde año en año se guardaban las cosechas. Estera su lugar de trabajo y también su casa: un pequeño cuarto próximo a las pesebreras. Donde dormían por las noches algunos terneros, como el “Clavel” y la “Copito de Nieve”, nacida apenas unos días atrás.
Como había avanzado el mes de enero, a las casas de la administración habían llegado numerosos veraneantes; los más pequeños se entretenían en correr a tres pies, juego que descubrieron agregando un tercero, consistente en un palo que, tomándolo con ambas manos, lo intercalaban al correr, produciéndose al oído un fabuloso galopar, distinto al de los animales conocidos. Toda la tarde, Carlos y Felipe recorrieron los amplios patios en una singular entretención, hasta terminar rendidos al anochecer.
Las once y media de la noche los sorprendió sumidos en un sueño profundo; ambos hermanos compartieron una misma cama que les habían improvisado en el dormitorio de la mamá. Carlos estaba sudoroso y muy inquieto; él, veía su rostro angustiado, reflejándose en el espejo de un gran ropero que empezaba a moverse por si solo y que la oscuridad estaba atrapando unas llamas siniestras que amenazaban quemarlo todo. El enorme espejo colapsó, estallando en estruendoso impacto; el niño se cubrió con ambas manos al verse herido y expulsado por el aire en una lluvia de pequeños cristales dispersos, que se fueron desintegrando hasta desaparecer absorbidos por la oscuridad; los muebles se arrastraban con violencia, sin que alguien los tocara. Era una hoguera movediza que alumbraba unos rostros desesperados, unas bocas doloridas que imploraban misericordia; y ojos intensamente abiertos que ya nada podían distinguir en medio de ese infierno, donde todo se estremecía en la más completa confusión de quienes luchaban por escapar, sin encontrar una salida; voces indescifrables y lastimeras se ahogaban en la furia de las llamas que ahora trepaban por los cortinajes. Los muros empezaban a ceder; las cornisas de alto cielo raso, que ofrecían resistencia a estos muros, terminaron por desprenderse en un instante de terror, cuando unos gritos de angustia parecían provenir desde el centro mismo de la tierra, la que en su corteza se partía en numerosas y profundas grietas, enormes; cortando caminos, destruyendo puentes, desolando ciudades sumidas en el dolor.
El reflector de una linterna que la madre, con desesperación hacía girar por todos los rincones de la pieza, mostró la puerta aprisionada con el gran ropero incrustado en ella, sin permitir la salida de toda la familia que se había concentrado allí, buscando un acceso que les permitiera salvar sus vidas. Los dos niños aún no despertaban, no obstante que el reflector les había inyectado sobre sus ojos cerrados el fuego penetrante de su luz; y desde afuera el ruido ensordecedor de un gigantesco derrumbe, llegaba a sumarse a una tensión muy difícil de soportar. El espejo se encontraba desintegrado en un piso que reflejaba múltiples luces en todas direcciones. La evacuación se efectuó por fin, escalando una pequeña ventana, logrando toda la familia ponerse a salvo.
Ya en el patio, amparados por uno de los árboles más frondosos, sobre unas mantas y frazadas, que en acción temeraria alguien rescató desde el interior, se aglutinaron conmovidos, en una angustiante espera del nuevo día. El cielo estrellado del anochecer, se había ocultado tras una inmensa nube grisácea que se había elevado desde el sector de la gran bodega, la que ahora no se veía, porque al parecer el espesor de la nube era tan inmenso que todo lo cubría.
Al aclarar el alba empezó a quedar en evidencia toda la magnitud de la catástrofe. La nube se estaba disipando y una extensa mole de escombros emergió a la vista consternada de la madre, aún en vigilia del sueño tan perturbado de sus pequeños; con mucho asombre, pudo distinguir a  la distancia dos siluetas de vacuno hurgueteando con vehemencia sobre los establos aplastados por muros destruidos, por maderas en brutal desorden, por planchas de zinc que se agitaban chillando con la lentitud de la brisa del amanecer; observa que, desesperadas se alejan del lugar, mugiendo doloridas, como buscando auxilio; regresando insistentemente en carreras sucesivas, que al ído de carlos, quien ahora tenía los ojos muy abiertos, las estaba sintiendo, del mismo modo que con su hermano las habían sentido al correr en tres pies, en esa última tarde en que “Don Cheque” les anunció que por la noche iba a pasar algo muy malo. Siente se correr misterioso una y otra vez, lo ubica lejano, al mismo tiempo que está oyendo también lastimeros bramidos y un sonar estruendoso de latas de techumbre que se estrellaban en la obstinada búsqueda. El niño sin duda estaba ahora despierto, no se movía y sus ojos inanimados nada parecían expresar, porque no estaba seguro si lo que ahora escuchaba era la realidad o tan solo sueños que le estaban interfiriendo su razón. Una nueva réplica hizo ponerse a todo el grupo en guardia; pero Carlos casi no tuvo noción de ello, porque estaba ensimismado en ese correr tan enigmático; lo sentía con toda nitidez; sosteniendo el aliento, lo auscultaba, cuando se acercaba más y más a ellos; hasta rodearles muy de cerca, para alejarse nuevamente. Luego, otra vez el silencio, los bramidos inútiles, los ruidos estruendosos de las latas, por ese afán desesperado de unas madres que ya nada podían hacer por el rescate de sus crías, atrapadas por los escombros.
El niño notaba que su hermano menor ya no dormía; que al igual que él se encontraba despierto o tal vez soñando, como pudiera encontrarse él mismo en ese instante; nada estaba claro, porque el sueño se había convertido en un estado irracional, confuso, infinitamente extraño; y la noche es una pesadilla interminable. Observa la casa rodeada de galerías, desde donde los habían rescatado durmiendo; se encontraba dañada, con rumas de tejas destrozadas en el suelo, mezcladas con la quebrazón total de los vidrios; pero estaba en pie, no había señales en ella de incendio alguno, lo que aumentó en él su inquietud en el plano conceptual de la palabra realidad.
Llegó por fin la mañana; los dos niños se encuentran aparentemente conscientes, se miran, pero sus ojos serenos no parecen expresar nada; era probable que ambos no se atrevieran a revelar su secreta verdad, porque a los diez o a los siete años, no era bien mirado el sentir miedo entre los niños. Ellos no olvidaban las últimas palabras que le habían escuchado a “Don Chepe”; lo esperarían, para comentar con él su vaticinio sobre el enorme globo rojo, cuando apareciera con la leche recién ordeñada de sus vacas regalonas: de la madre de “Clavel” y de la “Copito de Nieve”.
“Don Cheque” no llegaba; ya estaba demorando demasiado, pero lo seguirían esperando. El aire estaba todavía enrarecido, por lo que ellos no han reparado en lo que ocurrió en la gran bodega, con las pesebreras, ni con el cuarto de “Don Cheque”.
Tres hombres apesadumbrados, se aproximan desde ese lugar, portando un bulto sobre un carrito de ruedas; los niños no se dan cuenta de que se trata, porque lo cubre una colcha muy sucia, como si un muro de adobes se hubiera derrumbado sobre ella.

Cuento ‘ON PORFIA’O


-¡Que le vaiga bién, patrón; acuérdese que no hay na’ luna esta noche pue’ ¡
- ¡No te preocupes; el diablo no va conmigo, hombre!
- ¡Bueno…, cosa suya!
- ¡ Preocúpate sí de que coman todos los perros y acuéstate no más, yo desencillo cuando vuelva!
- ¡Que no se le haga tarde pué ‘On Porfia’o!
El ‘On Porfia’o brotó de los labios del trabajador como un severo correctivo, lo que produce en su patrón un agradable bienestar.
Don Armando y su Alazana se han alejado ya de las pueblas de “La Ermita” y los ladridos que les saludaban al pasar se fueron extinguiendo, como la luz. Una sobrecogedora soledad, deja ahora apenas insinuantes las siluetas enhiestas de las alamedas; de los frondosos castaños centenarios; y de los cansados sauces que, arqueándose en lo alto, descuelgan dolientes sus largas cabelleras hasta besar la tierra.
Con la noche llega también la fragancia que emana de las sementeras; algunos queltehues melancólicos, llenan con su canto la altura negriazúl y misteriosa, como un lamento persistente; y luego, un silencio profundo va adormeciendo toda palpitación de vida albergada en árboles y pastizales. La oscuridad, se apodera de todos los espacios.
En “La Ermita”, Miguel se apresta a darle de comer a los perros, cerciorándose de que no falte ninguno; toma una vieja cacerola y les increpa con energía:
- ¡Ya, tomen; coman, diantres; y na’ de ponerse a peliar, ni estar saliendo pa’ juera ‘e las casas! –Esto último, dirigido a Chiflón un galgo rojizo- lagarteado, que le mira con signos de culpabilidad, mientras media docena de variadas razas engullen unos porotos con locros hasta hartarse…
A esa hora, el patrón se encuentra ya sorteando las dificultades de la profunda y exuberante hondonada, un poco temeroso por la insistencia de su fiel colaborador, al asegurarle que es aquí donde en las noches oscuras el diablo se le aparece a jinetes que ha sorprendido descuidados. Tanto afirma la yegua con las riendas, como le entrega la libertad que necesita para esquivar los abundantes baches existentes; palmotea con cariño su cuello sudoroso, se acomoda la manta y poniendo en alerta todos sus sentidos, sólo puede escuchar la música de sus espuelas de plata y ver las minúsculas luces que algunas luciérnagas encienden diseminadas en la oscuridad. Sudorosa, la Alzana ha superado ya este tramo siniestro de la ruta y con maestría va empinándose hasta tomar, con paso firme, el camino que les conducirá a “Los Tilos”, fundo donde está la casa de Leonor, rodeada de bellas hortensias azules, alumbradas por dos faroles, donde ella ya está sintiendo la distancia, la presencia de su amor en la suave brisa, por donde viaja como un sueño la melodía de plata. Los dos enamorados, disfrutan de una grata cena de aniversario, el segundo desde que se entregaran, sin límite, a una hermosa relación de amor. Ahora, nada ha cambiado y todas las circunstancias se han dado para que en la alcoba de Leonor puedan ellos revivir con la misma intensidad, esa pasión inolvidable. El joven administrador, responsable de importantes faenas del verano, deberá estar en “La Ermita” al amanecer; se despide en silencio y emprende el regreso, sin hacer el menor ruido; antes de dejar la alcoba, observa dichoso la hermosura de ese rostro inolvidable.
Como se lo advirtió Miguel, afuera todo es oscuridad; la luna no está y tendrá que acudir al instinto y pericia de su Alazana. Algunos ladridos le brindan el adiós desde las dormidas pueblas campesinas, cuando la marcha es resuelta y animosa. El túnel de tilos, que es el que le da el nombre a este fundo, es recorrido casi sin advertirlo, sólo que en la bestia se deja sentir una inquietud como si se sintiera perseguida. En un galope sostenido, no demora mucho en arribar a la quebrada; la sensación del descenso, ha llegado envuelta en una fría niebla, que satura el lúgubre ambienta, el que se hace más intenso y más siniestro en el tramo más profundo, donde las aguas estancadas son eternas. Piensa en su mozo con gratitud; ese trato de “’On Porfia’o”, le hace esbozar en su rostro humedecido una admirable sonrisa de aprecio hacia el fiel trabajador, con quien, desde niños, compartieron tantos juegos y afanes estivales…
De pronto, sus cavilaciones se interrumpen al tiempo que la bestia, instintivamente, acusa la presencia de algo que se mueve a un costado del camino y un leve chasquido de ramas orilleras quiebran el aliento del jinete; se inmoviliza su pensamiento, su corazón es un enorme fuelle enloquecido; quiere afirmar con denodado esfuerzo al animal encabritado, sus piernas le flaquean y sus ojos desorbitados, rastrean anhelantes y perplejos, aquella visión generada en los ojos de Miguel. La yegua insiste en advertir la presencia de algo indefinido, que avanza y que cambia una y otra vez de dirección y que su jinete no logra distinguir. Acá en el bajo, en esta oscuridad tan prominente, todo se confunde, la ruta es lenta e insegura; pero “’On Porfia’o”, tendrá que sobreponerse como sea a este trance: Crea con el animal una sola y resuelta decisión de escapar y dos espolonadas simultáneas hacen estremecerse a la Alazana; su elástico cuerpo se anuda violento en fuerte contracción, para lanzarse en escapada febril y desbocada…Don Armando no entiende como, en esas condiciones logra alcanzar lo alto del camino; ’On Porfia’o ‘On Porfia’o, repite para si con desconcierto, sin comprender lo que le está sucediendo; apura el paso a la bestia y al volver los ojos, descubre que ese bulto endemoniado no deja un instante de seguirlo….
El “La Ermita”, el fiel Miguel se incorpora somnoliento de la larga espera; no se ha acostado, como siempre le ocurre; en la cocina, junto al fogón que aún mantiene su tibieza, ha dormido sólo a escasos intervalos. Afuera, los perros están inquietos; el hombre abre la puerta y pone oído atento a la distancia, de donde empieza a llegar, con clara nitidez, el frenético correr de un animal. La conducta moderada de los perros, le confirman el regreso del patrón; se pone el sombrero, echa a mano sin demora su linterna y sale al encuentro, temeroso, porque eso de correr con tanta prisa no es propio de él: acude abrirle las puertas lo más rápido que puede. En ese instante, la yegua está sacando fuego de la tierra pedregosa con sus patas trasera, al ser sobrefrenada violentamente por su jinete, el que repite: “¡El diablo, el diablo, Miguel; el diablo, hombre, ahí, alúmbralo; me ha seguido todo el tiempo ese carajo…!
La luz de la linterna da de lleno sobre la Alazana; está cubierta de sudor y muy inquieta, moviéndose constantemente, alerta a lo que se le ordene. La linterna busca ahora el rostro del patrón; está desfigurado, sus ojos son dos brasas refulgentes, sus mejillas han adelantado la palidez del alba que está por llegar y su boca entreabierta sigue repitiendo: ¡Me han seguido odo el tiempo, te lo juro…! Alúmbralo…Alúmbralo, ba’ulaque!.
El haz luminoso se clava por fin sobre el bulto, el que ahora se mueve; sudoroso y asustado, está refugiándose junto a las patas de la bestia; es de color rojizo-lagarteado…
- ¡Chiflón…! –grita Miguel, entre confuso y asustado.
- ¡¡Es el Chiflón, patrón; aguaite’l animal porfia’o ‘ñor…!
La serenidad llega a “La Ermita con la transparencia renovada del amanecer; de la frondosidad que lentamente renace, que apenas empieza a columbrarse, con altivas siluetas enlazadas, surge rumorosa una sublime orquestación del alba.

Biografía

Nació en Chillán en octubre de 1928, penúltimo de nueve hermanos, varios de ellos dedicados al arte, con marcada inclinación por la docencia. Ángel emigró a su ciudad natal (Chillán) desde Santiago; donde ejerció la docencia desde fines de la década del cincuenta, como profesor rehabilitador  en la Penitenciaría y luego a cargo de importantes programas en el Ministerio de Educación.

De ahí en adelante, la pintura y la dramaturgia empiezan a abrirse paso en su existencia, la que al regresar a Chillán es compartida por el cuento y por el cargo de presidente del Grupo Literario Ñuble (2002 – 2006)

Su primera afición artística fue la pintura, logrando premios en San Bernardo y San Miguel; antes en Chillán había obtenido u 2º premio en acuarela en uno de los Salones Tanagra, en 1954. Sin embargo. El año 1967, postula al taller de dramaturgia de la Fundación Luis Alberto Heiremans, dirigido por Sergio Vodanovic, gatilla el cambio de giro en las artes, siendo su obra “Evasión” la que es publicada en la antología “Nueva Literatura”, editada por la misma fundación. Posteriormente, en 1070, con su drama en tres actos “El despertar de las máquinas” obtiene el 2º premio en el Concurso Nacional “Pedro de Oña”.

En 1973, cuando se había aprobado su gran proyecto sobre las Escuelas de Cultura Artísticas, masificándolas y vitalizándolas, sintió tronchado su entusiasmo creativo, debiendo abandonar su sueño de ingresar al currículo de ls Enseñanza Básica del país la asignatura de “Teatro”, la más ligada al hombre desde los tiempos más remotos.

A Chillán vuelve a radicarse en el año 2000 impulsado por redescubrir su infancia, dispuesto a encontrarse una vez más al ingresar dentro de las esferas del arte, esta vez lo intenta con el cuento, género que había disfrutado tanto leyendo a algunos genios de Hispanoamérica y sus raíces. Entra a formar parte del Grupo Literario Ñuble de la ciudad de Chillán, con lo que su vida solitaria se llena con la idea de contar. Y lo hace cosechando galardones: Premiado en el Concurso del Mall Plaza El Roble (200) Y antologado en Buenos Aires, Argentina, el mismo año con su cuento “Perdóneme si fui yo” en una selección de la  “Editorial De los Cuatro Vientos” titulada “Pensamientos e Imagen”.