El tren ya estaba anunciado y a través de la tormenta, empezaba a divisarse, tenue, el haz de luz de la máquina que se aproximaba por el norte, anunciándose con un pitazo largo que tendía a ocultarse en la distancia. Yo esperaba con ferviente ansiedad que mi hermano llegara, porque el regreso al campo, solo, en esas condiciones, sería para mí una prueba muy difícil de cumplir. En la estación había inquietud: la señora que acomodaba sus bultos para embarcarlos en tan reducido tiempo, el hombre con gorro y manta de agua que caminaba lento con su farol de luz roja, moviéndolo constantemente.
La entrada del convoy a la estación fue lenta y estruendosa; el vapor que escapaba por uno de los costados de la máquina, producía con el potente foco de luz y la copiosa lluvia un espectáculo sórdido y misterioso.
Yo giraba en todas direcciones, tratando de atrapar con mi obstinada urgencia a todo el que pudiera bajar por alguna de las puertas que se veían abiertas; los segundos se me pasaban como rayos en intensa lucha con mi angustia que se desbordaba con las luminarias del cielo, que rebotaban feroces sobre fierros mojados. El conductor hizo sonar su pito, lo que me impulsó a correr desesperado hacia uno de los andenes lejanos, donde descendía alguien que no podía distinguir porque se cubría con su paraguas; una mujer bajó tras él y caminaron juntos tratando de protegerse de la copiosa lluvia. Un fuerte pitazo de la locomotora vomitó una blanca bocanada de vapor y con un chirrido de fierros que se mordían, se alejó el tren mientras nos abrazamos con mi hermano y su amiga, quienes me devolvieron la paz que se había extraviado en la tormenta.
El viaje hasta el campo fue la gloria a pesar del frío reinante en la oscuridad y lo barroso del camino; ahora era mi hermano el que conducía; su amiga, sentada entre los dos, nos gratifico todo el viaje con un roce constante de su esbelto y bien formado cuerpo, irradiando tiernamente su tibieza, la que me hacía olvidar la situación angustiante que recién había vivido; ella me cubría con un poncho que se consiguieron y me cobijaba en contacto con sus esbeltas suavidades que para un niño de trece años era como un juego prohibido del que no se quisiera despertar. Ya no me preocupaban los relámpagos que aún perduraban aterrorizando a los lugareños, como esos cinco campesinos que encontramos abrazados en cadena, caminando tras una hilera de carretas entregadas a su voluntad y experiencia de unos bueyes que poco o nada se inmutaban con el escándolo celestial:
-¡Pasen pot hay, por el la’ito, que aquí vamo’ to’os lo’sotros harto atemoriza’os. Tengan cuida’o con enre’arse en alguna de las carrtea’!
Al trabajador que mi madre había enviado a esperarnos,lo encontramos refugiado con su caballo junto a unos grandes robles, habiendo sido uno de ellos alcanzado por un rayo, el que no obstante la intensa lluvia se encontraba con significativas quemaduras.
En la casa reinaba la desesperación, porque el viaje debió demorar mucho más de lo previsto. Mi madre me besaba y me miraba a los ojos como queriendo asegurarse de que nada me había pasado; me acariciaba una y otra vez, como si yo estuviera regresando de una guerra.
Pasé la noche muy abrigado, soñando con relámpagos y truenos que jugaban a injuriarse, sin entender su lenguaje; y, soñé también con el feliz regreso, junto a la tibieza de la bella mujer que me cobijaba en contacto con una de sus esbeltas suavidades.
No hay comentarios:
Publicar un comentario