lunes, 28 de febrero de 2011

Cuento EL NIÑO DEL GORRO ROJO


No tenía claro el motivo de mi persecución, algo siniestro me estaba sucediendo, me rodeaban personas extrañas, sin que en ellas pudiera distinguir alguna identidad. Se desplazaban en un plano impreciso; inconsistente, sin una solidez que pudiera ser tangible, sin poder entender sus desplazamientos mágicos, como imágenes etéreas que desaparecían y que volvían a mi vista cansada de soportar tanta tensión.
El lugar en que me encontraba era desolador y el aire parecía estar enrarecido, salpicado de pequeños corpúsculos brillantes que navegaban entre hilos finísimos, jugueteando en un vuelo rasante, entrelazándose y subiendo a las alturas en múltiples y enigmáticos conglomerados casi invisibles. Se sucedían momentos de intensa claridad, en que todo resplandecía, en que mi espíritu se oxigenaba a raudales, mientras más oídos me deleitaban con una música sublime que parecía proceder desde una iglesia en cuyo techo caminaba la figura de un pequeño niño de gorro rojo, desplazándose tranquilo, seguro, hasta desaparecer en el extremo en que se alzaba una torre que tocaba el cielo. Era entonces cuando se daba paso a la oscuridad, a la turbulencia del aire y a la furia de quienes perseguían implacables, armados de palos, con la obstinada intensión de eliminarme.
No podía comprender el motivo de las intensiones asesinas y me cubría con ambas manos, esquivando los golpes de unas mujeres enceguecidas, con sus manos desfiguradas por la ira que crecía y rebalsaba en sus ojos huraños. No tenía otra alternativa que no fuera huir sin rumbo, para zafarme de la furia colectiva, hasta llegar a un escondite que me permitiera reponer mis extenuadas energías. Era el momento en que renacía la calma, en que la música regresaba a mis oídos, en que el aire se tornaba respirable; era el único momento de luz radiante que presentaba ante mi vista la imagen de la iglesia con el niño de gorro rojo caminando hasta desaparecer en el recodo de la torre. Así debí permanecer no sé por cuanto tiempo, entre las ráfagas de la furia y los remansos iluminados que me regalaba el niño del gorro en lo alto de la iglesia.
Había llegado nuevamente el acoso implacable; vi como esos seres embravecidos, violentados, con nuevos bríos alzaban en tropel sus palos. Notaba que sus cuerpos agresivos se deformaban, como si se estuvieran reflejando en aguas turbulentas; y cuando esos palos estaban levantados para descargarlos sobre mí, cubrí mi rostro entre mis manos y esperé, aterrado, la sentencia cumplida, sin entender la liberación que surgió como magia en ese instante: La tibia y resplandeciente luz, la atmósfera limpia y transparente, la música en plena armonía con el silencio, despedían al pequeño que se perdía en el recodo de la torre.
Una mano en mi hombro me trasladó a velocidades increíbles desde el sueño hasta la vida de la conciencia. Al abrir los ojos, acalorados y abatidos, mi hermano estaba allí, a mi lado, confundido:
-¿Qué te sucede? Estabas gritando. ¿Te ocurre algo?
No le pude contestar, sólo dejé que las lágrimas ardientes se fueran desprendiendo lentas, como la lentitud que estaba sintiendo al regresar de nuevo a la vida.

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