lunes, 28 de febrero de 2011

Cuento EL ENTIERRO


La oscuridad de aquella noche de verano era absoluta; Miguel ya había accionado la palanca que dejaba inactiva la turbina; la ampolleta del pequeño cuarto donde se encontraba el generador de la corriente, al igual que allá a la distancia, las que alumbraban la espaciosa casa de la administración, se fueron extinguiendo lentas. El sendero de regreso lo indicaba su perro que siempre lo había acompañado en esa misión, asignada a su exclusiva responsabilidad. Esta vez algo le ocurría a la mascota, se detuvo preocupada porque tenía su vista muy atenta en un punto luminoso que se alejaba en dirección a los matorrales del otro lado del canal de la turbina. El hombre apagó de inmediato la linterna para distinguir en mejor forma ese fenómeno luminoso tan esperado y deseado por él; sin alarmarse pero con notoria seguridad encendió nuevamente la linterna, aseguró las ojotas a sus pies y emprendió el seguimiento a esa luz que navegaba de prisa, a baja altura, ya próxima a sortear los arbustos que formaban las riberas del canal. La marcha de Miguel era veloz y complicada, porque ese potrero estaba arado recientemente; cayó varias veces sobre los terrones, pero sus ojos no los retiraba por nada del sorprendente objetivo.
- “¡Aguaiten, aguaiten…! repetía como en secreto, seguido muy de cerca por su perro que gemía, respondiéndole a su monólogo constante, siempre referido a su obsesión de hallar alguna vez uno de esos remotos entierros de monedad de oro. El, era un hombre de mucha fe y en sus viajes a Yumbel, entre las mandas que le pagaba al santo, nunca faltaba la del entierro. Ahora, pensaba que ése podría ser ese acontecimiento, y lo recordaba bajito, sólo para el oído de su fiel amigo que pacientemente lo observaba con admiración: “Las luces son señales”, repetía una y otra vez, mientras arremetía por las zarzas en su carrera delirante; lanzándose en un cruce desesperado de un canal donde el agua sonaba con fuerza. El instinto y la ambición hicieron que este hombre, enteramente mojado, fuera capaz de hacer la travesía en esa forma y sin sumergir la linterna, cuyo cono luminoso no se cansaba de juguetear incontrolado en infinitas direcciones. Ahora ya estaba en un sector de piedras y matorrales, el avanzar se tornó complicado; no estaba ya la luz, pero Miguel tenía muy claro el lugar donde la vio por última vez; con cautela, murmurando recordaba sus experiencias anteriores: “Las luces han sido siempre la señal…Alguna vez se cumplirían mis sueños”. Recordaba tantas noches de tertulias en la cocina, cuando se instalaba con su vitrola a tocarles sus discos 78 a los jovencitos veraneantes… “Ellos nunca creían esto de los entierros y cuando les decía que las luces se me presentaban en las noches oscuras y que se trasladaban en el aire, siempre se rieron de mí…” Recorría con su linterna centímetro a centímetro con una fe profunda en el hallazgo y el diálogo continuaba con su perro que apareció luego de haber ido a cruzar el canal por el puente que tenía el sendero; “Aguaiten, aguaiten…” Con avidez, el hombre hurgueteaba entre las piedras; y al contacto con la tierra suelta y humedecida, descubrió el primer indicio de los que buscaba tan apasionadamente: Un pequeño disco metálico brillaba al influjo del haz luminoso…” ¡Aguaiten…aguaiten…aguaiten! Repetía muchas veces, eufórico de felicidad, sin poder contener su emoción, reprimida por tanto tiempo. Removió algo más la tierra y otras dos monedas aparecieron a los ojos asombrados de Miguel. Ya no le cabía duda alguna, estaba frente a lo que deseó y buscó desde su niñez. Fueron tanta las noches que dedicó a recorrer aquellos lugares donde en la oscuridad se habían observado esas luces misteriosas y tanta las veces que de él se habían reído en las cotidianas tertulias de la cocina, como le ocurrió en la noche anterior con esos jovencitos veraneantes, mientras les tocaba sus discos 78, mofándose también porque en el transcurso de la música él tenía que girar la manivela de su vitrola cada vez que disminuía la velocidad, produciéndose las deformaciones que les causaba gran hilaridad. El hombre estaba enternecido, arrobado por un enorme gozo interior, sus ojos claros y su constante sonrisa de humildad que le hacían mantener siempre sus gruesos labios entreabiertos, acusaban el sublime mensaje cerebral y sus manos iniciaron la trascendente tarea: Ubicó primero su linterna estratégicamente para alumbrar la escena y empezó a introducir sus enormes y encallecidos dedos en una tierra húmeda y blanda, hasta palpar los bordes de la ancha boca de un cántaro de greda. No cabía duda alguna. Miguel estaba frente al milagro de su vida y en segundo cruzó por su mente un mundo de futura felicidad: Su vieja vitrola sería reemplazada por un moderno tocadiscos; ya no tendría que estar esclavizado haciendo girar la manivela de la cuerda, menos ahora que podría comprarse toda una colección de discos 33, de esos grandes que la había visto a O’n Jorge; y tendría repetido el del “Pícale-Pícale”; FIGARO, como le llamaba ese futre amigo. Sus dedos temerosos y anhelantes a la vez empezaron a deslizarse por las paredes internas del cacharro de greda; primero con una cautela impresionante y luego con inusitada vehemencia, al mismo tiempo que todo su cuerpo se estremecía: Levantó la cabeza hacia el cielo poblado de estrellas lejanas; su rostro se le estaba transformando, sus ojos paralizados, los tenía conectados con un punto inexistente del espacio, sus pómulos se le desplomaron deformados, como sus labios entreabiertos que parecían resistirse a la brutal adversidad que le demolía su alma. El hombre, arrodillado aún, inmóvil, frente a su perro que en silencio lo observaba, no retiraba sus brazos del cántaro de greda, como si esperara aún el milagro; sus manos estaban en el fondo; luego se palpaba sus brazos con recelo, porque los sentía cubiertos de una materia blanda y pastosa que le producía una fuerte repulsión al constatar que desde ese cuello e tan hermosa forma, empezaba a surgir un fétido olor a guano fresco, desde su cacharro de greda (Porque ya lo había reconocido…)
Para pintarlo, se lo habían pedido prestado esos jóvenes incrédulos; también una carretilla de hilo grueso y un pedazo de vela que le quedaba en la palmatoria…Miguel había entendido ya todo y bajó al canal, ahora con toda lentitud, no tenía porque apurarse; en el agua correntosa se aseó sus brazos y luego, por mucho rato su cara, como si quisiera revivirla; se sumergió íntegramente, mientras pensaba en su increíble desventura; y, casi sin proponérselo, acudió a su espíritu la liberación de su pensar: no más luces en las noches oscuras, no más tesoros…”Creo que le mandaré a cambiar la cuerda a mi vieja vitrola…Aguaiten…aguaiten…”

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