Hay un clima de efervescencia generalizada en el presidio; es la tarde en que se van en libertad varios de los internos favorecidos con la ley de libertad condicional. En la calle trece los preparativos de despedida son mayores, porque aquí vive el “Rata”, un hombre pequeño y flaco, con su rostro envejecido prematuramente a causa de varios males crónicos.
La visita de la mañana estuvo generosa en comestibles ya que la mayoría de los presos tenía alguien a quien despedir y no pocos pensaban en su amigo “El rata”, porque éste no es visitado desde que murió su compañera, y porque su obstinada idea de estar preso, de no hacer nada por su libertad, les ha hecho sentir un gran aprecio por este hombre que hoy se irá, contra su voluntad, en su cuarta condena “pelo a pelo”, como dicen aquí por los que se van con tiempo cumplido.
Los festejos ya se han iniciado y desde todas las celdas se está vaciando por las puertas abiertas la bulliciosa música que rebalsa las calles y galerías, uniéndose en sus centros, aleándose en un increíble fenómeno musical, digno del más genuino espectáculo del absurdo.
Aquí está la conocida celda del “rata”; en su puerta, al entrar, nos estrellamos con un estruendoso ritmo tropical, en el que los bombos y los platillos van dando insistentes y ruidosos brincos hacia el centro de la calle. Él, no se encuentra aún; pero están sus amigos más cercanos preparándolo todo; un sillón, conseguido no se sabe dónde, espera su llegada en un lugar preferencial. En el centro de la celda, la tetera sobre el anafe “Primo”, agita ya su tapa de aluminio, dejando escapar con lentitud un grato aroma, el que a la hora del mate, en alas del vapor blanquecino, saturará el reducido espacio carcelario.
Uno de sus amigos con más fuero, pudo llegar hasta el patio de las palmeras, cuando el “rata” salía de la alcaidía, encorvado su cuerpo, envuelto en una gran tristeza. “No lo pude convencer –le dice con mucha amargura- Era la última esperanza que tenía. Ahora no me queda otra cosa que enfrentar una vez más a los “tiras” en la calle”.
Sus otros amigos, lo esperaban en el centro del óvalo, adonde llegaba la música de todas las celdas de la prisión, transformándose en el más aberrante espectáculo audible que se pueda imaginar.
El “rata” es recibido con aplausos en la calle; pero a él no le llegan; no cree en la libertad, tampoco la desea, porque en ella ha tenido que vivir experiencias que quisiera dejar en el olvido.
-Los “tiras”, -dice –después de mi primera condena, justa, lo reconozco, me han “cargado” todas las otras causas, sin poder convencerlos nunca de mi inocencia.
El festejo, fue abundante en manjares y sabrosos mates, como en ácidas críticas hacia esa idea inusual de este extraño personaje: Solicitar el alargue de su condena:
-“La libertad no tiene precio” –le dice alguien.
-“Aquí, todos damos batalla por lograrla, haciendo conducta”
-“Cualquiera en esta “cana” quisiera estar en tu lugar, flaco…”
El hombre, agradecido, trata de explicarles por última vez:
-El caso es que no puedo vivir en libertad, nunca he podido; y acá están ustedes, que son mis amigos. Yo, no tengo familia, en ningún sitio. A mí, por desgracia, los únicos que me conocen afuera son los “tiras”, no sé por qué…¿Será por la pinta de galán que tengo?.
Grandes risas y fraternales demostraciones aplastan la algarabía musical; y luego se disponen a escuchar la orden que se repite, proveniente de los parlantes:
-“¡Todas las radios deben apagarse, para que escuchen bien lo que les diré a continuación. Los que se nombren serán quienes dentro de una hora deberán presentarse con sus enseres en la guardia. Estos, serán los reos que se irán en libertad…!
Hay un silencio solemne en la celda del “rata”; los ojos de todos están puestos sobre su escuálida figura que inclinada la cabeza, se ha quebrado de pesar al oír su nombre; el que, curiosamente, no es reconocido por los demás que están con él y se miran entre ellos, preocupados por esa ignorancia imperdonable. Para el pequeño amigo no es más que un detalle lo del nombre porque hasta él mismo a veces piensa que se le ha olvidado. Y ahí se ha quedado, clavados sus ojos en el anafe que está en el centro de la celda, soplando aun bajo el fondo de la tetera con su círculo de pequeñas lenguas azules que hacen bailar esa incansable tapa de aluminio.
En todas las puertas hay racimos humanos despidiendo a sus festejados, los que van saliendo muy sonrientes hacia la libertad. El “rata” es el último en cruzar el óvalo; su andar es lento y su cuerpo se va doblando en cada paso. En el patio de las palmeras, el alcalde le brinda su mano al pasar, y sus buenos deseos:
-No te quiero ver nunca más aquí- le sentenció –Este penal es para delincuentes; que no se te olvide nunca más.
La avenida Pedro Montt es la misma que le vio entrar cinco años atrás y por ella deja que sus pasos lo lleven sin prisa a donde el destino lo decida. Busca una pieza para pasar la noche; y mañana? “que sea lo que Dios mande”. Abrazará la libertad que no pidió y se hará cargo de su vida que no le pertenece; que al parecer, nunca le ha pertenecido.
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